18 julio 2009

Apartes de 'El país de la canela', la obra de William Ospina ganadora del premio Rómulo Gallegos

"En Flandes, en 1547, Teofrastus me lo explicó todo. "Nos dieron la diversidad del mundo", me dijo, "pero nosotros sólo queremos el oro. Tú encontraste un tesoro, una selva infinita, y sentiste infinita decepción, porque querías que esa selva de miles de apariencias tuviera una sola apariencia, que todo en ella no fuera más que leñosos troncos de canela de Arabia. Anda, dile al designio que hizo brotar miríadas de bestias que tú no quieres ver más que tigres. Dile al artífice de los metales que sólo estás interesado en la plata. Dile al demiurgo que inventó las criaturas que el hombre sólo quiere que sobreviva el hombre. Ve y dile al paciente alfarero que modela sin tregua millones de seres que tú sólo quisieras ver un rostro, un solo rostro humano para siempre. Y dile al incansable y celeste dibujante de árboles que sólo te interesa que un árbol exista. Es eso lo que hacemos desde cuando surgió la voluntad. Apretar en el puño una polvareda de estrellas para tratar de condensarla en un sol irradiante. Reducir a la arcilla las estatuas de todos los dioses para alzar de su masa un dios único, desgarrado de contradicciones, atravesado de paradojas y por ello lastrado de imposibles".
Gonzalo Pizarro era el tercero
"Gonzalo Pizarro era el tercero de una familia de grandes ambiciosos. Buitres y halcones a la vez, sus hermanos Francisco, Hernando y Juan, con una avanzada de hombres tan rudos como ellos, se habían bastado para destruir un imperio. Tuvieron el privilegio de ver el reino de los incas en su esplendor, cuando los viejos dioses vivían. Encontraron por esas cordilleras caminos empedrados más firmes que las rutas de Italia, puentes anudados sobre el abismo, sendas con señales que indicaban el rumbo a los viajeros sobre el hombro luminoso de la montaña. Vieron hombres con grandes joyas en las orejas cultivando en terrazas escalonadas cientos de variedades de maíz, manzanas de tierra de todos los tamaños y colores, quinua más nutritiva que el arroz gris de las praderas del Asia. Vieron procuradores envueltos en mantas finas de ocre y de granate que gobernaban con un saber antiquísimo los grandes cultivos. Los vieron enterrar en los cimientos de las fortalezas, para neutralizar a los poderes subterráneos, fetos translúcidos de llama, a cambio de los niños que se ofrendaban en los tiempos antiguos. Y vieron pasar en cortejos ceremoniales, bajo un palpitar de tambores y en un viento de flautas, mujeres cuyas miradas altivas las hacían parecer reinas a todas, hasta cuando los truenos de Cajamarca mordieron el orgullo de las ciudades y empañaron el resplandor de las miradas.
Para entender a esos hombres de Extremadura, que fundidos a sus potros enormes fueron capaces de dar muerte a un dios, tenemos que pensar en la dureza de la vida en España cuando no se ha nacido en cuna de príncipes. De cuantos cruzaron primero el océano, Fran­cisco Pizarro era el más brutal y el más ambicioso: yo siento que en él convivían el toro y el cerdo, el roma­no y el vándalo. Tú vienes de un linaje de guerreros, pero basta mirarte para saber que en ti no sólo hay sangre de soldados sino sombras de letrados y artistas. Desde el fondo de tu mente se alcanzan a ver las paredes de la ley, y está el freno de Dios en tu mano. Pero había que ver a los Pizarro para entender lo que se dice de tantos guerreros extremeños y de los duros tercios de España: que gentes de su sangre cazaban bisontes en la aurora, que pintaban con sangre sus cacerías en el interior de las grutas, que desencajaban con sus pro­pios brazos las mandíbulas del jabalí bajo los encinares sangrientos. Unos vinieron de Roma vestidos con togas ceremoniales pero se descubrieron salvajes en los pedregales de Iberia; otros bajaron de naves que tenían velas rayadas de blanco y de rojo, trayendo vinos y gallos fenicios; otros cruzaron los desiertos envueltos en túnicas negras, cabalgando desde el fondo gris del amanecer con sus melenas aceitadas en grasa de muertos y sus lanzas adornadas de cráneos, cuando unos reyes amarillos clausuraron los cielos de Oriente. Y todavía después esos hombres fornidos habían crucificado cerdos y brujas, habían fatigado sus brazos flechando mezquitas y decapitando infieles bajo las nubes negras de Jerusalén, esparcieron las entrañas de los herejes entre un viento de aullidos y cuartelaron los cuerpos de sus hijos pequeños bajo el hormigueo de los cuervos. No traían libros ni rezos en la memoria sino riñas de yeguas y de lobos, negras carnicerías bajo los planetas helados del amanecer, ritos obscenos ante las ruinas de mármol de las ciudades, y negocios carnales de prisa sobre el heno, a la sombra de las iglesias abandonadas. Sólo esa violenta madeja de ayeres puede explicar el miedo sobrenatural que esos hombres lograron infundir en el alma de un mundo.
Gonzalo era treinta y cinco años menor que su her­mano Francisco: cuando llegó a las Indias, los primogé­nitos ya habían vivido hallazgos y tormentos, y él tuvo que inventar sus propias locuras. El destino no le deparó como al primero un marquesado sobre la sangre seca del Inca, ni le concedió el poder subalterno del segundo, capaz de conducir sobre el océano barcos que por poco se hundían de oro. Era apuesto, era joven, era el mejor jinete de los reinos nuevos, se le medía a todo riesgo y, como sus hermanos, nunca sintió otro amor que la pasión de mandar y la embriaguez de arriesgarlo siempre todo. Buscaba un reino propio que estuviera a la altura de su ambición, y la noticia del País de la Canela le dibujó en el aire un destino más rico que la ciudad de pedernal de los muertos".lalalalallaal -->

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