04 mayo 2012

ESTAS FUERON MIS PALABRAS EN EL HOMENAJE QUE ME RINDIERA EL MINISTERIO DE CULTURA EL MIERCOLES 2 DE MAYO DE 2012



Me corresponde agradecer. Para hacerlo, he dividido mi breve discurso en tres partes, tituladas “Diálogo de Miguel con Cicerón”, “In memoriam a Enriquillo Sánchez” y “¿A quién más agradecer?” Intentaré no aburrirlos.

Diálogo de Miguel con Cicerón

Como aquel personaje de la novela Caballo de Troya  que viajó en el tiempo tras las huellas de Jesús, asimismo me imagino yo viajando en el tiempo, más lejos aun, 22 siglos atrás, pero tras el pensamiento luminoso del filósofo romano Marco Tulio Cicerón (Arpino, 3-01-106 a. C. / Formia, 7-12-43 a. C.) , a quien encuentro, sentado, en un parque de su pueblo, en el Lacio, solo, reflexivo. Lo saludo con respeto, con suave gesto de reverencia:

—Hola, Maestro.

A seguidas, sin darle tiempo a que responda mi saludo, le pregunto:

—¿Qué pensamiento cruza por su mente?

—Pienso, Miguel, en una virtud que cada día se va diluyendo y distanciándose de la vida de los seres humanos —responde, triste, el gran pensador de la gloriosa Roma perdida en el tiempo.

—Maestro, ¿podría usted decirme a cuál virtud se refiere? —nuevamente le pregunto a Cicerón, casi con timidez.

—La gratitud, hijo, la gratitud —contesta el gran sabio, como con un nudo en la garganta que lo ahoga.
Me atrevo a preguntar de nuevo:

—¿Y qué piensa usted de ella, admirado maestro?

Cicerón, con la serenidad propia del que posee todas las respuestas a los enigmas del hombre, y mirándome con la luz brillante de la inteligencia reflejada en sus ojos, responde a mi inquietud del siguiente modo: "La gratitud no sólo es la más grande de las virtudes, sino que engendra todas las demás".

Me despido de Cicerón, invadido por la magia de sus sabias palabras, y entonces viajo de nuevo en el tiempo, de regreso al mundo actual, encontrándome aquí, en esta XV Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, donde estoy siendo bendecido con el afecto de todos ustedes, por lo que debo ser un hombre agradecido de la vida.

In memoriam a Enriquillo Sánchez

Porque valoró siempre mi trabajo de investigación y difusión literarias, pienso que de haber estado vivo Enriquillo Sánchez tal vez estaría aquí, compartiendo este significativo momento con nosotros.

La justa y atinada decisión del Ministerio de Cultura de dedicarle esta XV Feria Internacional del Libro al fallecido intelectual Enriquillo Sánchez, me ha hecho recordar  aquellas lapidarias palabras del autor de Rayada de pez como la noche  dichas, con su peculiar estilo, en el marco de la VII Feria Internacional del Libro Santo Domingo 2004, cuando se le rendía un homenaje en vida por parte de la Secretaría de Estado de Cultura.

Se le reconocían a Enriquillo Sánchez, en aquel entonces, su condición de brillante intelectual y su alta condición humana. Sus palabras exactas, al agradecer el reconocimiento del que estaba siendo objeto,  fueron éstas: “Comienzo a sospechar de los reconocimientos porque estamos en la República de las Letras, donde la gloria se administra. La vida se divide en leer y escribir, y basta leer y escribir sin recibir nada a cambio. Creo que es el destino de los escritores, finalmente”.1

Pero esas aforísticas palabras de Enriquillo provocaron que despertaran en  mi memoria  otras palabras, más lejanas en el tiempo: las palabras de Federico Henríquez y Carvajal, dichas ante la tumba del Apóstol Eugenio María de Hostos, la tarde del 12 de agosto de 1903, en el cementerio de la Av. Independencia: “Esta América infeliz que sólo sabe de sus grandes vivos cuando pasan a ser sus grandes muertos”.

Quizá porque el joven pensador y gran poeta estaba muy consciente de que en la República de las Letras esa máxima de Henríquez y Carvajal siempre ha sido una imponente verdad, era su sospecha, su incredulidad ante el hecho de que lo estuvieran homenajeando en vida.

Consideramos que Enriquillo Sánchez fue un gran vivo y aún después de muerto sigue creciendo. Y al decir esto, visitan mi memoria unos versos del inmenso Manuel del Cabral que aparecen en la segunda parte de su clásico Compadre Mon: “Hay muertos que van subiendo / cuanto más su ataúd baja…  / Hay muertos como raíces / que hundidas…dan fruto al ala”. En alas del tiempo ya estamos viendo los frutos del pensamiento visionario de Enriquillo.

Por esta distinción al designar con mi nombre una de las calles del recinto ferial en esta Plaza de la Cultura “Juan Pablo Duarte”, no tan sólo expreso mi gratitud al Gobierno Dominicano, en la persona del Ministro de Cultura, Lic. José Rafael Lantigua, sino que, al mismo tiempo, rindo tributo a la memoria de ese extraordinario escritor que fue Enriquillo Sánchez, poeta y ensayista de altos vuelos, poseedor de una singular manera de pensar y de escribir.

¿A quién más agradecer?

En esta fascinante aventura espiritual que ha constituido mi quehacer literario de casi 40 años, enfrentando y venciendo obstáculos y rompiendo murallas, he encontrado muchas personas a las que, de no mencionar aquí, estaría haciéndole honor a la ingratitud, un antivalor que no goza de mi aprecio en lo absoluto.

A dos inmortales de la investigación histórico-cultural en la República Dominicana debo agradecerles, póstumamente, el que 36 años después de haber recibido de ellos sus consejos y sabias orientaciones esté yo aquí, con la humildad de un bibliógrafo apasionado, recibiendo este reconocimiento. Me refiero a Emilio Rodríguez Demorizi y a Vetilio Alfau Durán, a quienes tuve la dicha de conocer en diciembre de 1976, recién salido  de la adolescencia, cuando ardía en mi joven mente ―tenía unos 22 años de edad― la idea de escribir la historia de aquel pueblito de donde son oriundos mis ancestros paternos: Jánico, mi patria chica afectiva. De esa valiosa asesoría histórica nacería, en junio de 1993,  Jánico. Notas sobre su historia, mi primera investigación realizada.

Junto a Rodríguez Demorizi y a Alfau Durán, debo mencionar a reputados intelectuales y escritores amigos que entendieron el rumbo nuevo que había tomado mi quehacer literario en mi rol de investigador bibliográfico —me había iniciado como poeta—: Manuel Mora Serrano, Antonio Fernández Spencer, Juan Bosch, Pedro Mir, Bruno Rosario Candelier, Marcio Veloz Maggiolo, José Enrique García, José Rafael Lantigua, Odalís G. Pérez, Manuel Matos Moquete, Rafael Abreu Mejía (poeta y amigo fallecido) y Mateo Morrison. De todos ellos recibí, en mis inicios,  invaluable apoyo moral.

A la hora de evaluar lo que ha sido la proyección de mi obra literaria en los Estados Unidos de América, deberé mencionar obligatoriamente a los siguientes escritores y amigos: José Carvajal, José Segura, Juan Matos, Dió-genes Abreu, Silvio Torres-Saillant, Daisy Cocco De Filippis y Marianela Medrano. También a tres personas que nada tienen que ver con el mundo de la literatura, pero que sí me han brindado apoyo constante en las presentaciones de mis libros en la ciudad de New York desde 1993: Rómulo Báez, Carmen Nursi Rodríguez y Minerva Guerrero, Vicepresidenta de la Asociación Cultural Dominicana, Inc. de Yonkers, New York, y quien ha venido al país que le vio nacer para estar aquí celebrando el “Día de Miguel Collado”.
Hay parientes y amigos entrañables que han jugado roles importantes en mi trayectoria intelectual como bibliógrafo: mi hermana Carmen María Segura de Pérez, el escritor Eric Simó, el artista visual Fernely Lebrón, las bibliotecólogas élida Jiménez y Ana Marina Méndez y el bibliotecólogo Luis Rosa. Jiménez, Méndez y Rosa me enseñaron el uso de la metodología para la correcta elaboración de las bibliografías con criterio técnico-científico.

Pero mucho del tiempo que durante esos 36 años he dedicado a la literatura ha sido tiempo robado, tiempo que les pertenecía a otros, no a mí: me refiero a mis hijos. De ellos era ese tiempo robado. Y es por eso que considero un acto de justicia mencionarlos aquí: Anitsira, Pavel, Léugin y Rainer Collado Polanco. Este último, el menor, puso denodado empeño —haciendo gala de su talento creativo— para diseñar tan artísticamente el brochure que recoge una síntesis de las opiniones críticas en torno a mis libros,  cuyas portadas ilustran bellamente el mismo. Gracias, hijo, por ese hermoso detalle tuyo.

Finalmente, a todos ellos y a los aquí presentes en este memorable acto les dedico, enarbolando la bandera de la gratitud perenne, este reconocimiento, el cual acepto, distinguido Ministro de Cultura, con la modestia que siempre he intentado cultivar, seguro de que ni éste ni ningún reconocimiento futuro  afectará mi manera de ser, pues nunca será hombre sabio aquel que no sea capaz de entender que el fundamento de la sabiduría es la humildad.

MIGUEL COLLADO


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