Me corresponde
agradecer. Para hacerlo, he dividido mi breve discurso en tres partes, tituladas
“Diálogo de Miguel con Cicerón”, “In memoriam a Enriquillo Sánchez” y “¿A quién
más agradecer?” Intentaré no aburrirlos.
Diálogo de Miguel con Cicerón
Como aquel
personaje de la novela Caballo de Troya que viajó en el tiempo tras las
huellas de Jesús, asimismo me imagino yo viajando en el tiempo, más lejos aun,
22 siglos atrás, pero tras el pensamiento luminoso del filósofo romano Marco
Tulio Cicerón (Arpino, 3-01-106 a. C. /
Formia, 7-12-43 a. C.) , a quien
encuentro, sentado, en un parque de su pueblo, en el Lacio, solo, reflexivo. Lo
saludo con respeto, con suave gesto de reverencia:
—Hola,
Maestro.
A seguidas, sin
darle tiempo a que responda mi saludo, le pregunto:
—¿Qué
pensamiento cruza por su mente?
—Pienso, Miguel,
en una virtud que cada día se va diluyendo y distanciándose de la vida de los
seres humanos —responde, triste, el gran pensador de la gloriosa Roma perdida en
el tiempo.
—Maestro,
¿podría usted decirme a cuál virtud se refiere? —nuevamente le pregunto a
Cicerón, casi con timidez.
—La gratitud,
hijo, la gratitud —contesta el gran sabio, como con un nudo en la garganta que
lo ahoga.
Me atrevo a
preguntar de nuevo:
—¿Y qué piensa
usted de ella, admirado maestro?
Cicerón, con la
serenidad propia del que posee todas las respuestas a los enigmas del hombre, y
mirándome con la luz brillante de la inteligencia reflejada en sus ojos,
responde a mi inquietud del siguiente modo: "La
gratitud no sólo es la más grande de las virtudes, sino que engendra todas las
demás".
Me
despido de Cicerón, invadido por la magia de sus sabias palabras, y entonces
viajo de nuevo en el tiempo, de regreso al mundo actual, encontrándome aquí, en
esta XV Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, donde estoy siendo
bendecido con el afecto de todos ustedes, por lo que debo ser un hombre
agradecido de la vida.
In memoriam a Enriquillo Sánchez
Porque valoró siempre mi
trabajo de investigación y difusión literarias, pienso que de haber estado vivo
Enriquillo Sánchez tal vez estaría aquí, compartiendo este significativo momento
con nosotros.
La justa y
atinada decisión del Ministerio de Cultura de dedicarle esta XV Feria
Internacional del Libro al fallecido intelectual Enriquillo Sánchez, me ha hecho
recordar aquellas lapidarias palabras del autor de Rayada de pez como la
noche dichas, con su peculiar estilo, en el marco de la VII Feria
Internacional del Libro Santo Domingo 2004, cuando se le rendía un homenaje en
vida por parte de la Secretaría de Estado de Cultura.
Se le reconocían
a Enriquillo Sánchez, en aquel entonces, su condición de brillante intelectual y
su alta condición humana. Sus palabras exactas, al agradecer el reconocimiento
del que estaba siendo objeto, fueron éstas: “Comienzo a sospechar de los
reconocimientos porque estamos en la República de las Letras, donde la gloria se
administra. La vida se divide en leer y escribir, y basta leer y escribir sin
recibir nada a cambio. Creo que es el destino de los escritores,
finalmente”.1
Pero esas
aforísticas palabras de Enriquillo provocaron que despertaran en mi memoria
otras palabras, más lejanas en el tiempo: las palabras de Federico Henríquez y
Carvajal, dichas ante la tumba del Apóstol Eugenio María de Hostos, la tarde del
12 de agosto de 1903, en el cementerio de la Av. Independencia: “Esta América
infeliz que sólo sabe de sus grandes vivos cuando pasan a ser sus grandes
muertos”.
Quizá porque el
joven pensador y gran poeta estaba muy consciente de que en la República de las
Letras esa máxima de Henríquez y Carvajal siempre ha sido una imponente verdad,
era su sospecha, su incredulidad ante el hecho de que lo estuvieran homenajeando
en vida.
Consideramos que
Enriquillo Sánchez fue un gran vivo y aún después de muerto sigue creciendo. Y
al decir esto, visitan mi memoria unos versos del inmenso Manuel del Cabral que
aparecen en la segunda parte de su clásico Compadre Mon: “Hay muertos
que van subiendo / cuanto más su ataúd baja… / Hay muertos como
raíces / que hundidas…dan fruto al ala”. En alas del tiempo ya
estamos viendo los frutos del pensamiento visionario de Enriquillo.
Por esta
distinción al designar con mi nombre una de las calles del recinto ferial en
esta Plaza de la Cultura “Juan Pablo Duarte”, no tan sólo expreso mi gratitud al
Gobierno Dominicano, en la persona del Ministro de Cultura, Lic. José Rafael
Lantigua, sino que, al mismo tiempo, rindo tributo a la memoria de ese
extraordinario escritor que fue Enriquillo Sánchez, poeta y ensayista de altos
vuelos, poseedor de una singular manera de pensar y de escribir.
¿A quién más agradecer?
En esta
fascinante aventura espiritual que ha constituido mi quehacer literario de casi
40 años, enfrentando y venciendo obstáculos y rompiendo murallas, he encontrado
muchas personas a las que, de no mencionar aquí, estaría haciéndole honor a la
ingratitud, un antivalor que no goza de mi aprecio en lo absoluto.
A dos inmortales de la investigación histórico-cultural
en la República Dominicana debo agradecerles, póstumamente, el que 36 años
después de haber recibido de ellos sus consejos y sabias orientaciones esté yo
aquí, con la humildad de un bibliógrafo apasionado, recibiendo este
reconocimiento. Me refiero a Emilio Rodríguez Demorizi y a Vetilio Alfau Durán,
a quienes tuve la dicha de conocer en diciembre de 1976, recién salido de la
adolescencia, cuando ardía en mi joven mente ―tenía unos 22 años de edad― la
idea de escribir la historia de aquel pueblito de donde son oriundos mis
ancestros paternos: Jánico, mi patria chica afectiva. De esa valiosa asesoría
histórica nacería, en junio de 1993, Jánico. Notas sobre su historia, mi
primera investigación realizada.
Junto a Rodríguez
Demorizi y a Alfau Durán, debo mencionar a reputados intelectuales y escritores
amigos que entendieron el rumbo nuevo que había tomado mi quehacer literario en
mi rol de investigador bibliográfico —me había iniciado como poeta—: Manuel Mora
Serrano, Antonio Fernández Spencer, Juan Bosch, Pedro Mir, Bruno Rosario
Candelier, Marcio Veloz Maggiolo, José Enrique García, José Rafael Lantigua,
Odalís G. Pérez, Manuel Matos Moquete, Rafael Abreu Mejía (poeta y amigo
fallecido) y Mateo Morrison. De todos ellos recibí, en mis inicios, invaluable
apoyo moral.
A la hora de evaluar lo que ha sido la proyección de mi
obra literaria en los Estados Unidos de América, deberé mencionar
obligatoriamente a los siguientes escritores y amigos: José Carvajal, José
Segura, Juan Matos, Dió-genes Abreu, Silvio Torres-Saillant, Daisy Cocco De
Filippis y Marianela Medrano. También a tres personas que nada tienen que ver
con el mundo de la literatura, pero que sí me han brindado apoyo constante en
las presentaciones de mis libros en la ciudad de New York desde 1993: Rómulo
Báez, Carmen Nursi Rodríguez y Minerva Guerrero, Vicepresidenta de la Asociación
Cultural Dominicana, Inc. de Yonkers, New York, y quien ha venido al país que le
vio nacer para estar aquí celebrando el “Día de Miguel Collado”.
Hay parientes y amigos entrañables que han jugado roles
importantes en mi trayectoria intelectual como bibliógrafo: mi hermana Carmen
María Segura de Pérez, el escritor Eric Simó, el artista visual Fernely Lebrón,
las bibliotecólogas élida Jiménez
y Ana Marina Méndez y el bibliotecólogo Luis Rosa. Jiménez, Méndez y Rosa me
enseñaron el uso de la metodología para la correcta elaboración de las
bibliografías con criterio técnico-científico.
Pero mucho del tiempo que durante
esos 36 años he dedicado a la literatura ha sido tiempo robado, tiempo que les
pertenecía a otros, no a mí: me refiero a mis hijos. De ellos era ese tiempo
robado. Y es por eso que considero un acto de justicia mencionarlos aquí:
Anitsira, Pavel, Léugin y Rainer Collado Polanco. Este último, el menor, puso
denodado empeño —haciendo gala de su talento creativo— para diseñar tan
artísticamente el brochure que recoge una síntesis de las opiniones
críticas en torno a mis libros, cuyas portadas ilustran bellamente el mismo.
Gracias, hijo, por ese hermoso detalle tuyo.
Finalmente, a todos ellos y a los aquí presentes en este
memorable acto les dedico, enarbolando la bandera de la gratitud perenne, este
reconocimiento, el cual acepto, distinguido Ministro de Cultura, con la modestia
que siempre he intentado cultivar, seguro de que ni éste ni ningún
reconocimiento futuro afectará mi manera de ser, pues nunca será hombre sabio
aquel que no sea capaz de entender que el fundamento de la sabiduría es la
humildad.
MIGUEL COLLADO
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