30 agosto 2009

CUENTO

Una Tardecita Azul
Por Virgilio López Azuán


“Nos iremos definitivamente amor/
Nos quedaremos en estas páginas”
Adrián Javier


El mediodía los encontró sentados en forma circular, inmóviles, con los ojos cerrados, rogando a Yocahu Vagua Maorocoti para que les hiciera salir bien de la prueba. En torno a ellos los jobos mecían sus ramas coquetas y aplaudían al viento su manera de vivir. Daban color y vida a la naturaleza. La tierra, todavía húmeda por la lluvia, las piedras enormes, la diversidad de arbustos, el ruido del río cercano, el canto de las aves y el sol amplio del cielo lejano... Los taínos proseguían su ritual. Ninguna voz se había colado por los vacíos que dejaban los sonidos del bosque. El cacique fue el primero en abrir los ojos; tenían el color marrón de la caoba húmeda y su cristalinidad daba chispazos de luz, y eran devueltos al paisaje de la misma manera que los recibía. El Cacique miraba sorprendido para todas partes. Se levantó imponente, movió los brazos, los pies y la cabeza con un ritmo sincronizado, y comenzó a cantar. “Yocahu Vagua Maorocoti”... Fue subiendo el tono, y los demás taínos despertaron y siguieron a su jefe. Inhalaron cohoba. Se sintieron alegres, felices... Danzaron toda la tarde y llegaron a la noche rendidos de cansancio. Los Taínos dormían, la oscuridad se tragó sus cuerpos y los digirió poniéndoles a dar volteretas e inyectándole alucinaciones. El cacique vio a ese hombre alto, plateado, brillante, que se acercaba; iba para encima de él, pero no pudo verle la cara. Comprendió que no tenía cara. El extraño sufrió una metamorfosis con las fases momentáneas: adquirió formas de animales, de monstruos desconocidos. Luego, volvió a ser hombre y después mujer. Una hermosa mujer, con vestido de seda azul como océano y con esa cara bañada de luna, reluciente, divina. El Cacique, con ojos que eran de asombro, esperó la próxima transformación. Nada pasó. Ahí estaba ella, limpia, pura; con los brazos abiertos, mirándolo fijamente, escrutándole la figura. Y él la observaba con ilusión, llegando al clímax de la dicha. Ella era Atabex, la madre de Yocahu Vagua Maorocoti.
El Cacique la cuestionó y al pronunciar su nombre vio desplomarse el cielo, una lluvia de frutas caía de lo alto y lo arropó. Pero él, como agua, se escurrió por los espacios abiertos, y volvió a ver a Atabex, ahora más definida, más perfecta. De su cuerpo venía en vaharada la ternura. El Cacique lloró, la emoción hizo que le brotaran lágrimas abundantes, cristalinas, donde iban envueltas todas formas animadas e inanimadas de la naturaleza. En un momento se recordó de la Cacica; ella debía estar en la cueva Cacibayagua apurando el cazabí. Atabex, con risa materna, habló y le pidió que les dijera a los demás taínos que Yocahu Vagua Maorocoti estaba con ellos. Una ráfaga de viento levantó al cacique como a una pluma y fue a caer a la orilla de la playa. Luego de reponerse, dirigió su mirada al horizonte lejano; y allá, en el profundo, miraba tres sombras que se acercaban. Aguzó más la vista para divisarlas mejor y de un momento a otro las sombras desaparecieron. El cacique huyó hacia el bosque y se internó en la espesa vegetación hasta perderse en los brazos de una lluvia recién enviada. Después, en medio de los árboles gigantescos, un gran pulpo se le apareció y lo ató por la cintura. El daba gritos de dolor. Era terrible. Llegó un momento en que no se sintió las piernas, parecían anestesiadas o simplemente no tenía esos miembros del cuerpo. En medio del vapor su corazón latía con más fuerza que nunca, con rabia de trueno; iba a invocar a su dios cuando un tentáculo se le enroscó al cuello y su voz se apagó. Su cuerpo se desvaneció y quedó cuarteado sobre las hojas caídas de un yaugrumo frondoso. Más tarde llegaron las alimañas, las hormigas, los alacranes, los gusanos, las cucarachas y cargaron el cuerpo del cacique. Él, liberado, encima del Yaugrumo se reía a carcajadas. Su cuerpo, ahora transparente, hacía malabares en las ramas. “Aquí no me podrás vencer”, le decía al pulpo con extrema felicidad. El animal azotó a los árboles con sus grandes tentáculos, derruyó las piedras y con rabia de perro se echó a la mar, despertó su silencio y le robó el sueño tranquilo de esa tardecita azul. La mar se enfureció y las olas, como gigantes, se levantaron para romperse en la playa con soberbia. Guabancex, diosa de la tormenta, que miraba, nada dijo, pero su risita recorrió la isla.


II
En el Valle de la Hupias estaban el Cacique, el behíque de la tribu y Anamex, la taína valiente que desafió la furia de Guabancex. Más tarde se presentó al lugar Yaya, el que mató a su hijo Yayael y guardó los huesos en una calabaza. El cacique vio una nube negra, en forma de sábana grande, que se acercaba lentamente hasta que lo cubrió todo. La oscuridad fue profunda, a penas se notaban las luces tristes de los cocuyos. Lejanamente se sentía el canto quedo de los insectos. Por primera vez el Cacique reconoció el miedo y le dieron deseos de correr. La noche lo sembró donde estaba parado, las sombras pasaron y se llevaron todo lo que el cacique tenía. Se encontraba solo, en lo alto de la montaña Canta, ubicada en la provincia de Caonao. En esa montaña estaban las cuevas de Cacibayagua y Amayauba. Allá bajó con prisa de rayo; llegó, encontró a Cacibayagua envuelta en sombras, había un silencio de santuario y una tibieza acogedora. Sin reparo, el cacique que entró al fondo de la cueva. Allí se encontraba un taíno de su tribu, convulsionándose, lleno de baba, con los ojos virados y los brazos y piernas duros. Se moría. Vio cuando el behíque fue a buscar a algunas hojas medicinales y las molió en una vasija de barro cocido. El jugo que extrajo se lo hizo beber al taíno y las convulsiones pasaron, los ojos adquirieron su normalidad, las piernas y los brazos fueron soltando su rigidez. El cacique lo observó y, cuando estaba casi recuperado, advirtió esa silueta como la gelatina transparente, que parada cerca de él lo invitó a que lo siguiera y se fue. El cacique preguntó al taíno y al behíque “¿Vieron eso?” El behíque había perdido el habla por un instante y el taíno dijo “Es Yocahu Vagua Maorocoti”. Y el behíque, ya repuesto, repuso: “Es Buyaiba”. Aquellas palabras resonaron en los ecos y el cacique reaccionó enérgico. “Ninguno de los dos, eso es visión”. El miedo iba entrando y el behíque, como adivinando, sentenció: “Eso es que algo grande que va a pasar en el cacicazgo”. Como caído del cielo se apareció un mensajero de la cacica, vino corriendo, sudando, lleno de miedo. “El fuego... el fuego... viene el fuego...” El cacique lo tomó por los hombros y trató de calmarlo, pero una brisa caliente venía del norte. Las llamas se acercaban y todos salieron corriendo. El cacique despertó sobresaltado y encontró a Anamex haciendo un Cibucán. Él le preguntó por la cacica y ella le respondió que estaba en el bosque buscando frutas. El cacique se levantó, miró hacia el cielo y vio los presagios de lluvia. “La atrapará la lluvia”, dijo con seguridad. Anamex, con el cibucán a medio hacer entre sus manos, le dijo que Guabancex no estaba de humor, que la tormenta azotaría con furia. Ya las nubes grises copaban el cielo y una llovizna remisa empezó a caer sobre Canta. Las ceibas, los Yaugrumos, los jobos y otros árboles de grandes troncos y ramas extendidas hacia la vida se hinchaban de lluvia. Entre sus hojas caminaba la música suave que el viento traía. El cacique estaba allí, extasiado con el ritual de las hojas y la lluvia. Al rato lo sorprendió un relámpago que rasgó las cristalinas profundidades de sus ojos y su cuerpo lo pintó como de plata. Luego vinieron los truenos y después los goterones cayeron con rabia.
La tormenta hizo que se refugiara en una cueva cercana. Desde allí vieron el batir inclemente del viento y el panorama cuando se llenaba de agua. Guabancex apareció furiosa, suspendida en el aire. Se daba golpes en el pecho, gritaba, se halaba los cabellos y los dejaba volar. Al rato el cacique vio cuando su cuerpo cayó sobre las ramas de un Yaugrumo y luego al suelo. El cacique se le acercó y ya era una taína con rostro dorado, cabellos largos, ásperos, negros. Era hermosa como un sueño de flor. “Es una linda taína”, dijo el cacique al contemplarla. La tocó, su cuerpo estaba tibiecito y el cacique lloró, se lamentaba de no poderla devolver a la vida. Sintió pena, pero luego pensó que si ella vivía, podía ser la Guabancex de antes. La tomó entre sus brazos y la sepultó. Al pasar de los días, en ese lugar, nació un manantial de agua fresca y se hicieron charcos donde los taínos se bañaban y compartían alegrías. Una vez descubrieron a un arco iris bebiéndose el agua del manantial y los taínos lo asustaron. El arco iris se fue, se perdió en el cielo claro de la tarde.

La Habana, Cuba, 1992
Año del V Centenario del encuentro entre culturas.

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