29 abril 2009

UN GRITO DESDE EL CIELO




Por: Abraham MENDEZ VARGAS

La señora Enersula Altagracia de los Santos Montero Viuda Montes de Oca pensó que ya era su ocasión con el Generalísimo Satanás cuando lo vio descendiendo las breves escalinatas del Palacio Municipal como todo un príncipe de las constelaciones. Descendía saludando la multitud con la diestra. La multitud estaba a punto de dispersarse, ya. Pero el Generalísimo Satanás no se detuvo y siguió a pie rumbo al partido los tres golpes con el cinturón de seguridad. Los flanqueadores del carro pescuezo-largo y mayormente motorizados hicieron de la ciudad del sueño un mundo de ruidos ensordecedores bajo la ardiente brasa meridiana. Ya habían terminado los actos de la ceremonia oficial y la doña Enérsula Altagracia de los Santos creyó que aquel era su turno, y no supo qué hacer cuando vio al Generalísimo Satanás cambiar de dirección, pero pronto corrió la voz de que el Jefe se reuniría con todos sus empleados, y continuó en la inútil esperanza cogiendo un airecito de descanso, y pedir las razones de Francisco del Rosario, es decir, de su único hijo, a quien procreó en matrimonio canónico con el difunto don Tulio María de los Santos Montes de Oca y Santil. Se lo dieron a bautizar entre puros alardes de incondicionalidad en el primer viaje que hizo a la comunidad el Generalísimo Satanás. Pero años después de haber fallecido don Tulio María de los Santos, su viuda Montero de Montes de Oca aprovechó un nuevo viaje del Padre de la Patria Nueva y le dio al muchacho para que se lo lleve y lo ponga en un camino distinto a los aires de montero de grandes párpados ensombreciendo su mirada de penetrante estrella polar.

La ciudad del sueño no era más que un puñado de casonas aisladas que fueron construidas después del incendio voraz de principio de siglo, y que se originó en una esquina de la plaza, y convirtió al pueblo en un infierno de cenizas en brazos del viento, irredento. Era un reguero de caminos curvos que se desprendían tropezando desde la Comandancia de Armas hasta los traspatios de los ranchos de cayucos sin más dirección definitiva que la parroquia de los sueños celestiales, o los cachones con norias y pozas burbujeantes y cristalinas emergiendo de las entrañas de las grandes ceibas centenarias, así como de las grandes extensiones de sombras de los palmares del otro mundo, salvando la humanidad de un incurable tabardillo. Aún hervía el júbilo sin comparación de haber sido erecto a categoría de provincia. Porque habría desde entonces tantos puestos importantes que hubo que dictar decretos inapelables para que nadie pudiera renunciar a darle sentido a aquel “exilio” de ranas apagando fuego. Hubo que cargar con carretones tirados por musculosos bueyes los pedregones del propio patio, así como los pinos centenarios de las montañas lejanas, y así poder construir el palacio municipal, el partido los tres golpes, y el palacio de justicia, y la gobernación, y la nueva cárcel pública, y la nueva Iglesia del santo patrón, y que antes nomás eran arañas sin cuevas en un paisaje de desarmonía y reyertas, ¡y todo aquel poder de muerte mirando al occidente, trajo la discordia. Trajo un acontecimiento de consecuencias apocalípticas insospechadas hasta entre los mismos consanguíneos. Porque era de “loco” no reverenciar por siempre jamás tan filantrópicas creaciones.

Realmente la voluntad política del Generalísimo Satanás no era para reunirse con ningún empleado del infierno. De seguro que no. Instalado en el pabellón este de la segunda planta de la palmita, el Jefe fue saludando uno por uno a todos sus súbditos. Fueron pasando desde los Alcaldes Pedáneos y Maestros de escuelas hasta llegar al gobernador y los congresistas. Reverentes. Nadie, empero, ni chiquito ni grande, se atrevió a muñequearle el pulso, ni a expresar sus efusiones de corazón con la fuerza de la mano. Lo saludaban con el mismo qué se yo con que los saluda el Generalísimo Satanás. Con un saludo ni fuerte ni débil, sobriamente despierto, con una voz feminoide que contrastaba con la fortaleza del cuerpo y saludaba con esa cortesía principesca que bien sabía mostrar la dientambra de la muerte. Aquella cortesanía de salón era como un rodar de dedos sigilosos con la piedra de la mano sobre la balanza del miedo. Quienes en alguna ocasión se atrevieron a improvisar lo contrario, aunque sólo fuesen tunantes de la misma Era de Satanás, no tardaban en aparecer ahorcados. Les pedían los tres golpes [ya no estábamos sin identificación personal real, y las armas de fuego habían sido recogidas, y ya nadie podía escabullirse en las montañas como en tiempos de antiguas reyertas y revoluciones] y un día cualquiera, quizás el menos pensado, tales tunantes aparecían ahorcados o sin “chapita” en alguna bayahonda umbría del camino sin vereda de la desesperación.

Así todo. Entre los últimos empleados que dieron la mano al Generalísimo Satanás en la misma forma con que fueron saludados, estaba el profesor Lolo. Don Lolo era un extranjero de rostro cuyo cutis de niña el sol del sur volvió de gallo japón, mientras sus cabellos lacios se convirtieron en ondas de espartillos. Reverente, educado, alto, de finos modales y de cejas que bien acentuaban con su tamaño largurucho, pasó adonde el Jefe casi perplejo. El profesor Lolo vino a la ciudad del sueño como un viandante común y corriente, pero nunca se marchaba y a nadie hablaba de su origen y tan sólo brindaba una sonrisita maliciosa cuando uno que otro tunante tomaba la iniciativa de preguntárselo. Realmente era un hombre de genio raro, que no cabía en una ciudad rural como aquella, tan bárbara y remota. El caso es que un oficial del cuerpo de bomberos concibió la idea de invitarlo a una fiesta de quinceaños, e indujo a una de las mozas que desfilaban en el agasajo lo pisara, y al verse con un cayo atrapado, inmediatamente don Lolo se excusó con toda la galanura de su juvenil fuerza vital, diciendo: “Perdón, mademoiselle”; y después de ese incidente todo mundo sabía que se llamaba Jean Baudelaire y no volvieron a inquirir más sobre el asunto. Más por el privilegio natural que daba el Generalísimo Satanás a los blancos que venían a desteñir este terruño del planeta Marte, más por el excesivo antihaitianismo que por los variados conocimientos demostrados en tertulias con profesores de la normal y entre quienes habían finos prosistas discutiendo, por ejemplo, cuando se dice yo nazco o que mis restos yazgan con sus antepasados; al profesor Lolo se le nombró de inmediato para que impartiera clases de letras y geografía bajo la sombra matriz del tamarindo del recinto escolar, como todo un verdadero filósofo griego.

De modo que al momento en que el profesor Lolo dio la mano al Generalísimo Satanás casi estuvo a punto de distraer la atención al darse cuenta cuán maravillada se sentía doña Enérsula Altagracia de los Santos Viuda Montes de Oca. Era la primera dama que encompadró con el Presidente y Padre de la Patria Nueva. Sobre todo se sentía orgullosa de haberle encargado al ahijado, Francisco del Rosario Montes de Oca Montero. Agradeció igualmente que se lo llevara en su propia nave de palacio, y que no tuviera que hacer en mulo la travesía de los Cuatro Vientos. Se trataba de un hijo rebelde, que se fascinaba por Duarte y Luperón, y que odiaba a Santana y a Lilís, pero la pobre madre no sabía que Francisco del Rosario había empeñado la palabra entre amigos de faldas en el traspatio, debido a la música de bipartidismo y los aires de democracia que sonaban entonces. Doña Enérsula Altagracia de los Santos pensó, ante todo, que un puesto burocrático en la Capital podría encajarlo no sólo sobre los rieles de la familias principales y enrolarlo en una filosofía de la vida, sino también apartarlo de una vez y para siempre del designio del santo La Gran Plena , cuando el único hijo suyo era tan sólo un feto saltarín en su vientre de madre consagrada.

Y pasó adonde su bendito compadre el Jefe aprovechando el instante de descanso que se abrió para darle paso al gobernador y a los congresistas. Después de aquellos contactos sin importancia con Alcaldes Pedáneos, maestros, secretarios, mensajeros, oficinistas, y agriculturores, decidió no esperar más, y dio el paso al frente. ¿No era acaso la viuda Montes de Oca y Santil? No imaginaba cómo alcaldes que no sabían de letras daban la mano con la misma cortesanía con que fueron saludados, y recibían correspondencias selladas y firmadas por el mismísimo Generalísimo Satanás. De modo que allí no había ocasión más que para comunicar algo, sigilosamente, cualquier cosa cuyo particular interés bien podía hacer que el Dictador mantenga la superioridad política sobre la oposición cimarrona, así como respecto de los desatinos de los oficialistas del patio. Doña Enérsula Altagracia de los Santos Viuda Montes de Oca abandonó la esquina de cantina donde estaba con calambres en las piernas de troncos de guayabas verdes y derretida en sudor como una lombriz ahogada en un espumero de aguas de jabón, o como un gusano envenenado en el suelo de frutos menores de una esperanza incierta, y pasó a saludar al bendito compadre con un sacudión de rola recién espantada del nido pero con las patitas enyesadas por el calentamiento abnegado de los huevos empollados en el nido de plumas y espinas de bayahondas reverdecidos. Lo bendijo, y sintió con un ligero temblor el abrazo esquivo y sin cansancio del padrino del único hijo suyo, Francisco del Rosario Montes de Oca y Montero. Luego, leyó las palabras que su difunto esposo don Tulio María de los Santos Montes de Oca y Santil había escrito para el jacho de gloria que se publicaría en su honor de Benefactor maravilloso, y en las cuales palabras mostraba su incondicionalidad pura y simple, al tiempo que finalizaba pidiendo a Jehová Dios de los Ejércitos por una salud de roca milenaria para el Generalísimo Satanás. Después del liminar lleno de emoción pidió las razones de su único hijo, y el bendito compadre, sin más cargos de conciencia que el haber cumplido con un gran deber por su sobre vivencia, le dio las razones precisas a la bendita comadre. Había que no ser hijo de mujer para saber que si una mujer pierde su único hijo se queda sin ninguno. Pero le contestó, sin firme desgano o con disimulada autoridad, diciendo: ¡OH!, mi bendita Enérsula Altagracia de los Santos Montero Viuda Montes de Oca y Santil, ya el ahijado está arreglado. ¿No me dijo que no podía con él?; y así, sin más ni más, pasó a recibir la mano de las autoridades.

Y nadie supo, ni pudo entender cómo doña Enérsula Altagracia de los Santos contuvo el grito. Al suelo de mosaico fueron a dar las palabras de don Tulio María de los Santos y que ya nunca irían al jacho de gloria satanista... Sin embargo, el Jefe de las sombras de muerte tuvo la gentileza de desatender sus altos súbditos y las recogió del piso de mosaico relumbrante, y se las puso en la mano, cerrándosela, y vio que estaba fría y sin vida, pero ellas las dejó caer otra vez, sin esperanza en el mundo. Muerta. Sólo cuando bajó las escalinatas y recibió a raudales el soplo de cenizas ardiendo que se hacía un remolino de muerte sobre la multitud que se derretía como velas en la prima noche del dos de noviembre, sólo entonces entendió de sobra por qué no pudo entender la vida interior llena de heroicidad que recrecía espontáneamente en el corazón de su único hijo, como una coz de potro indomado en las sabanas inexorables de lo por venir; y, entonces, con todas las fuerzas de su ser maternal, tiró el grito desde el cielo... ¡y nadie quiso oírlo!...

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