11 abril 2009

El Oficio de escritor

Hace algún tiempo, una revista europea hizo una encuesta entre los escritores más importantes del mundo. La pregunta, para todos, era única y la misma: ¿por qué escribe?

Obviamente, y como no podía ser de otra forma ante pregunta tan concreta y tan absurda, las respuestas que se recibieron en la redacción de la revista fueron para todos los gustos. Hubo quien dijo que para sobrevivir y quien reconoció que por misantropía. De todas las respuestas recogidas, sin embargo, la que a mí mas me gustó fue la de un novelista español: Julio Llamazares, que se limitaba a decir lo siguiente: “Mire usted, yo no sé por qué escribo. Lo único que sé es que fui un gran mentiroso de niño y que todos los escritores que he conocido, reconocen también lo mismo”.

Leí con atención las respuestas de aquella encuesta, porque siempre he tenido la sospecha de si escribir no será más, en el fondo, que una forma de seguir mintiendo después de la infancia, sin tener que avergonzarnos de nosotros mismos. ¿Pues qué es, sino contar mentiras, narrar historias imaginarias y sucesos y anécdotas ficticios protagonizados por personajes que jamás han existido? ¿Qué son las novelas y los cuentos, por citar algún ejemplo?

En todas las religiones, en todas las sociedades, en todas las épocas y los países, la mentira ha estado mal vista –e incluso, en ocasiones, perseguida - y mentir se ha considerado un pecado o, cuando menos, una acción indigna, salvo en tres casos concretos: el niño(a quien, sin embargo, no deja por ello de reprobársele su conducta mentirosa); el loco (al que, por su condición de enfermo, se le suele dejar por imposible) y el novelista (a quien, curiosamente, se le respeta más cuanto mas miente y a quien, incluso, se le paga para que cuente mentiras).

En el primero de los casos, que todos hemos vivido, ocurre seguramente que la mentira se considera exculpada por la incapacidad del niño para poder discernir plenamente entre verdad y mentira. En el caso del loco, es su enfermedad mental la que sirve de excusa y la que justifica socialmente una conducta que se caracteriza precisamente, y entre otros síntomas, por la confusión constante que en la mente de aquel se produce entre la realidad y la fantasía. Es en el caso del novelista donde resulta más difícil encontrar una razón a su aceptación social, y aun más a la admiración que despierta en muchos casos su figura, como no sean motivos de índole antropológica cuyas raíces habría que buscar en la noche mas profunda de los siglos.

Cuando, en la espesura de la selva africana, o alrededor del fogón de cualquier casa dominicana, el contador de historias de la tribu, o el abuelo que concita en torno suyo la atención de la familia y especialmente la de los niños, empiezan a contar cuentos, no están haciendo otra cosa en el fondo que resucitar un rito que, sin que ellos lo sepan, se repite exactamente desde el principio mismo del mundo. Del mismo modo, cuando un escritor se sienta ante su mesa y comienza a escribir una novela con la esperanza de que alguien pueda leerla algún día, lo que está haciendo es ejercer el oficio más viejo del mundo; que no es la prostitución, como normalmente se dice, sino el de contar mentiras. ¿O qué es la prostitución sino la conversión del amor en una mentira?.

¿Para qué sirven esas mentiras?. ¿Para qué sirven esas novelas que mucha gente lee o almacena en sus estantes y en las que algunos quemamos lo mejor de nuestras vidas?. Creo que para lo mismo que ya servían cuando el hombre andaba aun a cuatro patas por el mundo: para soportar el miedo; para ahuyentar los fantasmas; para explicar lo desconocido sin caer en la locura; para entretener las noches y, sobre todo, y en último término, para tratar de explicarnos el mundo a nosotros mismos. Un mundo que pese a todo continuará dando vueltas sin que podamos hacer nada por pararlo por más que sigamos contando mentiras.

Dice José Ángel Valente, escritor español de Galicia, a propósito de la poesía (esa novela sin argumento, del mismo modo que una novela no es otra cosa que un poema articulado con mentiras) que ésta, la poesía, es como una hoguera: en ella arden imágenes y palabras, metáforas y ritmos que, cuando se consumen se convierten en cenizas. Después pasa el viento, -el tiempo en este caso-, y se lleva esas cenizas y, al final, de todo ello, lo único que queda de nuestra memoria, como en los fogones, es una débil borra gris y, a veces, prácticamente imperceptible. Esa borra, dice José Ángel Valente, es justamente la poesía.

Una novela, como un cuadro o una película, no es otra cosa, al final, que la ceniza, la borra, la sensación que de ella nos queda cuando ya hemos olvidado de qué se trataba, o cual era su argumento; es decir, cuando ya hemos olvidado sus mentiras.

Esta afirmación choca de frente, es cierto, con la idea que de una novela tiene la mayor parte del público. Y muchos tenemos la sospecha de que, de casi todas las novelas, lo único que le interesa a la mayoría de los lectores son precisamente las anécdotas, o sea, las mentiras. Y esto, yo pienso que responde a la creencia, tan falsa como extendida, de que escribir novelas consiste simplemente en sentarse ante un papel y empezar a componer rompecabezas lo más enrevesados y complicados posible. Mucha gente se imagina al novelista como a un químico o, mejor, como a un cocinero que mezcla en sus fogones mentales una serie de ingredientes de manera más o menos caprichosa y buscando en todo caso la sorpresa del lector y la conversión del texto en un inextricable laberinto. Piensan que cuanto más intrincado, más oscuro y más complejo es su argumento, mejor es la novela y que cuanto más densa es esta, mas calidad encierra. Y en esta concepción, nada mejor, claro está, para escribirla, que basarse en una vida turbulenta, o cuando menos, movida.

Tal creencia es el producto de una errónea comprensión de la novela como género literario cuyo sentido único es contar por el puro placer de entretener, sin ningún otro objetivo. Esa equivocada opinión trae consigo el problema que se plantea cuando una novela no cuenta nada o cuando la trama de su argumento se puede resumir en cuatro líneas. Voy a citar como ejemplo una obra muy laureada, de capital importancia en el discurso histórico de la novela española del pasado siglo veinte, y que sin embargo muy pocos han leído en España. Me refiero a El Jarama, del escritor e insigne gramático, Rafael Sánchez Ferlosio. El Jarama, ¿Qué es lo que cuenta?. Sencillamente la excursión de unos jóvenes madrileños, en los años de 1.950, a un río llamado Jarama, que transcurre muy cerca de Madrid, para pasar una jornada de domingo, un “pasadía”. Ocurren, sí, breves anécdotas y algún que otro suceso inesperado, el mas importante de los cuales, ya al final de la novela, es la muerte de una de las chicas que participaban en la excursión y el regreso de los demás compañeros a Madrid discutiendo cual de ellos debe ir a darle la dolorosa noticia a su familia. Ese es, en síntesis, el argumento de El Jarama, pero la novela es, por supuesto, más, mucho más: la riqueza de las descripciones; la fuerza de los diálogos; el retrato de una sociedad y de una época a través de la mirada de unos jóvenes excursionistas –y de las gentes que habitan las riberas del río- y, sobre todo, el melancólico y moroso fatalismo que estalla con la muerte de la chica y que impregna todo el texto a través de la metáfora del río. Un río que ya existía mucho antes de que ellos nacieran y que sigue fluyendo mansamente cuando los jóvenes se alejan de él y la novela de Sanchez Ferlosio termina.

¿Por qué tanta morosidad?, ¿Por qué tanta melancolía?, ¿Por qué tanto aburrimiento cuando, perfectamente, su autor podía haber llenado la novela, pues posibilidad tenía, de sucesos y de historias de mas fuerza narrativa?. Sencillamente, porque lo que el novelista quería contarnos con El Jarama era lo absurda que era la vida en España en aquellos años de dictadura, y lo aburrida, y, para ello nada mejor, obviamente que escribir una novela aburrida. Quiero decir: maravillosamente aburrida.

Los ejemplos serían infinitos, me viene a la memoria, a vuelapluma, el “Pedro Páramo”, de Juan Rulfo como ejemplo de argumento muy simple y grande fuerza narrativa. Todas tienen en común lo insignificante de sus argumentos y la escasa complejidad de sus tramas narrativas; aunque también, es verdad, en el extremo opuesto los ejemplos serían muchos. Lo que viene a demostrar, no que el argumento sobra o que no tiene importancia, sino que está en función de la novela y, sobre todo, y esencialmente, de lo que, a través de ella quiere contarnos el novelista. Y, como ese objetivo no es siempre el mismo, sino que puede ir del análisis sociológico al retrato personal, pasando por la descripción de paisajes o de tipos humanos; a veces pasa que una vida apasionante o una anécdota fantástica, mal que les pese a los que la vivieron, no le importan ni le interesan lo mas mínimo al novelista que podría escribirla.

Seguramente, todo lo dicho hasta ahora se entiende mucho mejor en el terreno de la pintura. Quiero decir: que esa borra suave y gris en que, según José Angel Valente, consiste la poesía –y por extensión, la literatura- se advierte mucho mejor asomándonos a un cuadro que leyendo una novela, ya sea de aventuras o introspectiva.


Dejando a un lado la pintura abstracta y centrándonos en la figurativa, cabe tomar un ejemplo y preguntarnos qué es lo que de verdad nos conmueve de un cuadro o, ¿por qué no?, lo que nos deja fríos.

Monet, por ejemplo, ¿Qué es lo que pinta?. Normalmente paisajes (estanques, arboles, puentes, casas de campo, jardines), incluso a veces los mismos. Esos son los argumentos de sus cuadros, las mentiras: cuatro álamos, unas flores, un camino que se pierde. Y sin embargo, en su caso, nos emocionan y nos conmueven como la más apasionante novela o como la más turbulenta película de amor o de aventuras.

¿Qué es lo que cambia?, ¿Por qué en su caso sí y no en otros?, ¿Por qué Monet ha elevado esos anodinos temas a la categoría de arte y otros pintores, pintando exactamente lo mismo, no logran emocionarnos ni consiguen que sus cuadros se recuerden más de un día? Obviamente lo que cambia es el estilo, la pincelada, el tratamiento de los colores y de las formas, la manera que el pintor tiene de ver el mundo: Esa forma de mirar que le distingue de otros pintores y que hace que, a través de ella, también nosotros descubramos otro mundo. Porque los argumentos pueden cambiar o, como en el caso de Claude Monet, repetirse; pero el estilo ni es gratuito, ni aleatorio, ni prescindible. Al contrario: es lo que de verdad importa de él como de cualquier artista.

Pero no nos confundamos. No llevemos la defensa del estilo hasta el extremo de dejar a un lado la magia del relato, creyendo que la novela es un lenguaje tan puro como la música. La novela necesita contar algo porque su vocación es esa –contar y encantar contando- pero también, y sobre todo, porque la palabra es mucho más limitada que el color o que el sonido. Como dice Jhon Berger: “Si se pudiera dar un nombre a todo lo que sucede, sobrarían las historias; pero, tal y como son aquí las cosas, la vida suele superar ampliamente a nuestro vocabulario. Falta una palabra y entonces hay que contar una historia”.

En efecto, si con una palabra se pudiera contar el mundo, sobrarían todas las historias. Pero no es así. El hombre sabe que la palabra es limitada y entonces cuenta y cuenta para acabar diciendo simplemente lo que le gustaría decir con dos palabras. Cuenta mentiras, inventa historias, crea escenarios y personajes que le ayuden a expresar sus sentimientos, pero, cuando se da cuenta se encuentra él mismo apresado en la fascinación y el vértigo de lo que esta contando. Y es entonces cuando surge la novela, el cuento, la historia, como una nueva forma de interpretarlos.

Nace, pues, la novela como parábola, como espiral de mentiras elevada poco a poco a la categoría de metáfora. Como escribió Julio Llamazares recientemente, “la verdad nunca es tan cierta como la mentira, pero la mentira sólo es buena cuando consigue ejemplificar la verdad. Eso es lo que sucede, por ejemplo, en el teatro, cuando una trama falsa provoca emociones verdaderas, o en el cine, cuando en la cámara oscura la imagen real da lugar a una imagen invertida pero más grande, una imagen que es mentira pero que sirve a la verdad”. Ocurre, sin embargo, como le pasa al niño y también seguramente al loco, que la fascinación que la mentira nos produce es tan intensa, tan agradable, que, al final, el escritor no sabe bien si lo que de verdad le importa, cuando escribe una novela, es mentir por mentir –narrar por narrar- o, como pretendía al comienzo, mentir para contar algo.

Al final, quizá la explicación se encuentre en la propia condición del novelista, ese náufrago sin isla que se pasa la vida escribiendo mensajes y lanzándolos en los libros al vacío con la remota esperanza de que alguien llegue a leerlos un día. ¿Qué es lo que realmente le importa? ¿Que alguien los llegue a leer? ¿Que alguien vaya a rescatarle hasta su isla?. Evidentemente, no. Al novelista, como al náufrago, como a todo el que esta perdido, -y el novelista es, sin duda, alguien que esta perdido, pues, si no, no escribiría-, lo que de verdad le importa de sus mensajes, es escribirlos, entre otras cosas por la posibilidad que le ofrecen de mentirse a si mismo mientras los escribe.

De acuerdo, dirá alguien, llegados a este punto: escribir es mentir. Pero, ¿Por qué mentir?. ¿Por qué seguir escribiendo novelas?, ¿Por qué seguir contándonos mentiras, si, como mucho, al final, y aparte de seguir solos, lo mas que conseguiremos es que aquellas acaben también dando vueltas con el mundo?.

Obviamente, aquí la espiral se cierra sobre si misma. Hay quien dice que el novelista cuenta mentiras para contar a través de ellas la verdad (en palabras de Llamazares, “mientras la verdad es el conocimiento, la mentira es la herramienta que nos permite llegar a conocer algo”) Otros opinan, por el contrario, que más que para contarlas, -las mentiras-, lo hacen simplemente para poder soportarlas ellos mismos. Sea cual sea el motivo, y a estas alturas de mi vida, de lo que yo no tengo ya ninguna duda es de que ese placer, el placer de narrar, el placer de ejercer el oficio mas viejo del mundo, es el único que a mi me mueve cuando me pongo a mirar a mi alrededor, cuando me pongo a escribir y, cuando después, decido dar mis escritos al público. Y en cualquier caso, confieso que lo hago, lo mismo ahora que de niño –aunque entonces, claro esta, no lo sabía- para engañar al tiempo, mi único, invencible, verdadero enemigo.

Así, para demostrarles a ustedes la fascinación que me produce contar mentiras, voy a terminar contándoles una mentira dominicana.

Días atrás paseaba a la orilla del mar, en la capital, beviendo distraídamente todo el azul del agua al tiempo que escuchaba por la radio algunas grandilocuentes obviedades que Hugo Chávez, presidente de Venezuela, soltaba, con el desparpajo que le caracteriza, en el Congreso Dominicano, o tal vez en la Catedral de Santo Domingo: “En la juventud está el futuro de la República Dominicana, del Caribe y de toda America Latina”...

Y así me encontré con la doña, muy cerca del malecón. Era una belleza criolla, dulce de melaza y tamarindo. Piel morena y rugosa como la de una iguana de terciopelo; el cabello recogido dignamente sobre una nuca erguida, orgullosa, que daba la impresión de haber soportado con la entereza justa demasiadas botas de distinta talla. Ella, al igual que yo ahora, ante ustedes, estaba ejerciendo, exclusivamente para mi, el oficio más viejo del mundo. Doloroso oficio, en su caso. Ella me estaba contando un resumen muy sucinto de la historia de su vida:
Doña María del Carmen Valdés Orozco, avecindada en la ciudad de Santo Domingo, calle Duarte, numero 16, segunda planta, tercera puerta; trabajó 23 años y 7 meses de maestra de primaria. Los primeros trece años enseñó en LOS CAPACES, un campito ubicado cerca del semiabandonado CORRAL DE LOS INDIOS, donde dicen que está el centro geográfico de la isla Quisqueya , en la provincia de San Juan. El resto de su vida laboral lo pasó trabajando en la propia ciudad de San Juan de la Maguana, en la escuela MERCEDES CONSUELO MATOS.
A lo largo de esa vida, sintió sobre su nuca erguida y orgullosa la herrumbrosa bota de Trujillo; el zapato oscuro de Balaguer; las chancletas de Juan Bosch; los mocasines de Jorge Blanco y los finísimos zapatos de diseño italiano del último Leonel. Los conoció y soportó a todos como insignes representantes de La Patria; pero ellos, La Patria, jamás supieron de la existencia de esta mujer ni de sus cuitas. Nunca tuvieron conocimiento de la cantidad de helados que esta esforzada maestra vendió, a chele y medio chele, en sus horas libres, para ayudar privadamente a alguno de sus alumnos aventajados a acceder a la universidad. Jamás probaron las exquisitas cocadas que cocinaba en su fogón y vendía por dos motas, que utilizaba después para empujar hacia el estudio a sus pupilos.

Actualmente se mantiene expectante sintiendo sobre su escarnecido pero erguido cuello el pie desnudo de Hipólito Mejía: el tiempo dirá si ese pie la ahoga definitivamente o la acaricia con ventura.
Ella, “casi pobre” según sus ambiguas palabras, enseñó, generalmente en turno de la noche, a los hijos de las familias más pobres aún y por ello cobraba 75 pesos mensuales. Con esa cantidad asignada, se jubiló en el año 1.979. Mas tarde, -al paso-, La Patria, madre nutricia de todos los dominicanos buenos, agradeció su dedicación y su honrado trabajo a favor de la comunidad, con una pensión de 60 pesos mensuales de aquella época. Hoy, Marzo del año 2001, esa mujer que agotó su vida de maestra “casi pobre”, tiene 78 años, y les juro que es hermosa, muy hermosa, con su edad a cuestas; está físicamente sana y se mantiene activa y perfectamente lúcida. Y hasta tiene suerte, porque puede gozar de un cuartito limpio y aireado, de escasísimos 12 metros cuadrados, por el que paga 1.300 pesos cada mes.

Pero a Doña María del Carmen Valdés Orozco, piel de iguana, tamarindo y terciopelo, se le hacen los ojos agua de coco porque con los 1.000 pesos mensuales que le entrega La Patria, -madre nutricia de todos los dominicanos buenos- no tiene mas remedio que vivir de la caridad si no quiere morirse literalmente de hambre. Caridad que jamas solicita de desconocidos.

Es la ultima de su saga familiar, porque Dios que no fue generoso con ella dándole muchos hijos que pudieran socorrerla en el final del camino, ha querido, con su misteriosa y a veces terrible bondad, ser magnánimo y concederle abundante hambruna y larga vida. Curiosa paradoja: El Padre Todopoderoso concediendo la salud y la plena lucidez a quien constantemente le pide una “muerte digna, rápida y en sabana limpia, porque ya está muy cansada de sufrir”.

Y yo, con el atrevimiento que da la ignorancia, le pregunto a la Doña, al despedirme, si cree que Trujillo, Balaguer, Juan Bosch, y los demás, es decir: La Patria, se han portado bien con ella; con sus hijos, los dominicanos buenos, y ella con la mirada encendida y los ojos hechos alma de coco, me responde:

Mi hijo, LA PATRIA DE UN HOMBRE ES SU CONCIENCIA.

Miguel Yuma, Azua a 18 de Marzo de 2001

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