15 abril 2009

ABRAHAN MENDEZ VARGAS



¿DOS HOMBRES, UN ESPOSO PARA TODA LA VIDA ?

Por : ABRAHAM MENDEZ VARGAS

Imposible. Lafragua era aquella bandera de esperanza que seguía en pié, como cenizas de la guerra, azotada por los vientos de fuego del sufrimiento, y que tuvo su asta mayor en esa alegría infinita suspendida en el aire tibio de la espera. Vivió tejiendo un tembloroso ochenta y ocho de colibrí sobrevolando el néctar de una rosa en la mañana. Su ayer de pétalos marchitos que edificaron esa utopía por venir, con la mismísima espontaneidad con que el fruto establece su silenciosa existencia en la raíz de la semilla que nace, ante la ruidosa germinación del mundo de reloj de arena, tan vital en la noche sin luna como en el día sin lumbre. Y Armandito José era, entonces, como ángel de su guarda, paño de lágrima con que Dios siempre hermana los hombres al final de sus vidas, hito de verdadera amistad frente a la vida de un recién nacido a la verdad gozando aun del pecho materno y sus ternuras, como única forma de curar la traumática llegada de su nacencia. Cada mañanita del mundo, sus corazones sobrevolaban la ciudad con efusivos saludos sobre las nubes, como las palomas del aire, oyendo a las nuevas habladurías que calcinaba el resplandor de fuego del nuevo sol, resurgiendo desde el fondo terrible de aquella tierra de uvas celestiales, aunque un poco agrias en la cáscara, por cierto. Eran, por demás, el uno abogado litigante en tierra de nadie, y el otro, médico de su propia enfermedad.

De lunes a sábado, como siempre, Lafragua con su voz de niño, reafirmaba su sabiduría política que hubiera podido llevarlo a las más altas cumbres de la historia si la vida no le hubiera infligido una mala jugada a su inocencia allanada, golpeada y encerrada por la razón de Estado por los ángeles de muerte de los doce años de Balaguer. Entonces tuvo que sobrevivir frente al espejo de noche del cuarto de médico con esa flema de gárgaras de vainas secas de guatapaná. Los domingos eran sus días de descanso, días de febriles andanzas, pero aparecía el profesor Hender con un chivo para devorarlo en casa de la querida del doctor Santana Sotomayor sobre una barbacoa de El Mesón, y entonces el pobre Gregorio Lafragua era el colibrí que tejía su ochenta y ocho de alas entre dos rosas eternas: Minerva Novas del Peral, la reina de mis uvas, de quien amaba su cuerpo perfectamente hermoso y sus ojos de supernova, y a Patricia de los Turromotes, su esposa, de quien amaba la rectitud de su alma. Ah sí. Las amaba a entrambos. A la doña y la chica, ¿no?

Las amo a ambas, doctor Armandito José, a ambas, sí. Ambas son mi alma gemela.

Yo sé que sí, doctor Lafragua, pero sepa lavar y esconder la ropa.

En eso, los médicos somos los genios, sí.

Era, empero, un genio. Atendía sus consultas y la última de ellas podría ser su aventura amorosa. Generalmente una madre joven y hermosa llevaba un niño o una niña. Le indicaba análisis de laboratorio, y de allá venían con resultado y todo. En todo se necesita una excusa, ¿no? En fin, atendía sus consultas no en la sala de emergencia sino en su propio consultorio. Cuando estaba de servicio, cosa que sucedía con mucha frecuenta, porque además era el cajero, el contable y el guardián del dinero ajeno. Un día examinó a Corina la niña del doctor Armandito José. Después de haberla examinado vio que se trataba de una simple gripa. Al final, la regaló una cajita vacía de medicina. Cuando madre e hija salieron del consultorio en compañía del doctor Lafragua, éste tiró como una triste mirada compensadora a la fila de pacientes, en su gran mayoría asegurados, que esperaban en dos largos bancos de hierro color negro con rayitas rojas y amarillas. Cada mes, por ese importante servicio, recibía doscientos cincuenta pesos. Examinaba gratuitamente todos los pacientes asegurados, pero retenía para él todos los cobros por consultas particulares, incluso internamientos privados, en tanto el doctor Generoso Santana Sotomayor, el propietario de La clínica generosa, recibía cada mes más de treinta mil pesos oro como pago por los servicios a las personas aseguradas que atendían en la generosa, además, naturalmente, de los cobros de internamiento a pacientes privados y accesorios. En general, de treinta y seis pacientes que atendió un sábado en la mañana, veinte eran asegurados. No le cobró más que a cinco pacientes la consulta y el resto fue examinándolo gratuitamente, habiéndole regalado muestras médicas a los más pobres de solemnidad. Es más: hubo casos en que llegaba al extremo de darles para que compraran el medicamento en la farmacia. Dios. Que hombre más caritativo. Jamás en Santa Cruz de las Uvas había vivido un profesional de esa estirpe tan heroica, haciendo el bien sin mirar a quién. Era, decía la gente, una bendición del cielo. Especialmente los más ancianos, agradecidos, le tiraban su bendición. Siempre era de los primeros en cooperar económicamente con las organizaciones no gubernamentales. Gran parte del dinero que lograba ahorrar lo enviaba a sus padres, vivían como él, en el interior del país. Costeaba los estudios universitarios de María del Corazón del Niño Jesús Lafragua, su hermana más pequeña. La mejor inversión que en el mundo pueda hacer, -solía decir el doctor Lafragua;- es en la educación; por cada dólares invertido en educación lo multiplicas por seis o siete dólares, síiii. No le cobraba los honorarios médicos a sus buenos amigos, como era el caso del propio doctor Armandito José, cuando internaban un hijo, o una hija, o ellos mismos, aunque La clínica generosa es privada, un negocio que cobraba todo; la energía de los aparatos eléctricos, ni decir de la comida, la medicación, la cama y hasta las sábanas y el trabajo de las enfermeras, todo se cobraba. Lógicamente, el reglamento verbal permitía que cualquier médico podía renunciar a sus honorarios profesionales ganado en un internamiento o en una operación, pero ello nunca involucraba lo del empleador, que pensaba y vivía como todo un príncipe o tacaño burgués y de quien únicamente recibía una pequeña igualita de doscientos cincuenta pesos que originariamente fue rechazada por los médicos de largo servicio en Santa Cruz de Las Uvas, a causa de que en su génesis dicha clínica era un proyecto colectivo que terminó, gracias a la ayuda de la campaña política, en manos de un sólo de ellos. Los galenos que no sufrieron esa historia, cuando se graduaban en la ciudad capital, aceptaban la iguala aquella sin objeción de conciencia, ¿no? Y esa mañanita, al ver la niña con la cajita en las manos, el doctor Santana le dijo al doctor Lafragua que: Esa medicina es cara, no se puede regalar, doctor Lafragua. Entonces el doctor Lafragua se la pidió prestada con muchos mimos delicados a la infanta y la abrió, mostrándosela sonriente al propietario absoluto de aquella clínica, como si le dijera: Mire Jefe, es una cajita vacía, para que la hija de mi hermano Armandito José juegue, sí. Antes de volver al consultorio, donde lo esperaban la hilera de pacientes ya algo inquietos, el famoso galeno que también sabía practicar cesáreas y otras operaciones mejor que aquellos que eran cirujanos titulados en prestigiosas universidades del país, pero siempre en presencia de un especialista por si ocurría un problema que nunca aconteció al menos mientras estuvo en el quirófano, le preguntó a la esposa del doctor Armandito José por éste, pero ella le aseguró que el letrado estaba en el tribunal, y que también pasaría por la gobernación provincial a pagar unos impuestos de porte y tenencia de una escopeta. Luego de hacerle una musarañita a la niña, el doctor Lafragua dijo a Palmira estas palabras que ella nunca habría de olvidar porque fueron las últimas que le oyó decir en esta vida.
Pues, dímele al doctor Armandito José que su hermano Lafragua quiere verlo con suma urgencia.
Seguro que sí, doctor Lafragua. Desde que vuelva casa, le diré su recado.


LA EDAD DE ORO, A DIOS ORAR

Por :ABRAHAM MENDEZ VARGAS

Sol caribe el sol de Santa Cruz de Las Uvas; don Lucas Segundo entró por la Bahía de Neira, es decir, por el distrito marítimo de Cahona, conjuntamente con otros hombres que habían aprovechado una corbeta de ésas de la marina y zarpó desde Santo Domingo de Guzmán con destino a Barahona y de ahí internarse en el sur sur. Durante la travesía los tripulantes se fueron en mierda, vómito y diarreas, y desmayos indescriptibles. Caían desmayados. No soportaban el tufo del mar, ni los brincoleos del barco sobre las bravías aguas marinas. La corbeta, en alta mar, se enterraba bajo las montañas, las olas como edificios ciegos, dejaban el barco en sus abismos de muerte; los hombres parecían sucumbir, y los ¡¡Ay mi maiii!! Dios líbranos, eran sucesivos, reiterados, desgarradores, enloquecidos... Cada vez que sobrevivían al pie de los abismos de aguas marinas, repetían el mismísimo grito sombrío, de picada, desde el lomo corcoveante de las olas inmensas.

El furioso mar, como un océano de espumas y tiburones, bajo el meridiano ardentísimo, era como un horizonte de planchas cegadoras de estrellas que caen desde guerra de las galaxias como un relumbrón apocalíptico, y que pudo haberle aplicado la pena capital a los más flojos, si no hubieran contado con el amparo del Gran Maestro bajo aquel cielo azul profundo como el mar mismo, ardentísimo y, de pronto, a causa de las grandes nubes que se avecinaban, terriblemente oscurecedor.

Don Lucas Segundo, el ebanista venezolano que tenía el encargo de remodelar la iglesia católica en Santa Cruz de Las Uvas, conocía esos peligros que al hombre acechan en alta mar, con vértigos horribles. En efecto, durante todo el trayecto, ayudó a los más débiles. Muchos no perecieron gracias a su socorro voluntario. Algunos infaustos que nadaban sobre los vómitos y la mierda que ellos mismos le tiraban de madrugada, cuando eran arrastrados a sitios más seguros de la nave marina, y mientras los marinos sacaban agua de mar con higϋeras y bombos de hierro, proferían despavoridos que hubiera sido mejor atravesar las montañas de los Cuatro Vientos a pie o de a caballo, sin pasar esa vergüenza de niños deshidratándose...

Cuando arribaron al puerto prometido el mar empezó a mermar su furia ciega de bestia apocalíptica. ¡Barahona!. ¡ La Perla del Suroeste! La felicidad es vivir a la orilla del mar. Esa fortuna de tierras playeras, las más hermosas costas de la isla, la hacían providencialmente futurista. Un polo magnético global. Al verla, don Lucas gritó: Es Neira; es la Bahía de Neira. Aquella que el capitán del barco caló...

Al despedirse del buen capitán, éste le rogó una y mil veces a don Lucas Segundo que se quedara con él, con el uniforme de espumas de los amorosos marineros. Don Lucas entonces le confesó que era venezolano, le habló de sus únicos hermanos, Pablo y Manuel, que prefirieron no emigrar, a pesar de la incertidumbre del futuro. Y le gustó la petición. Pero, expresó que ello era un honor inmerecido para él, que aunque era un consumado ebanista la oferta tomaría muy en cuenta, para después que cumpliera con el encargo que lo trajera desde Santo Domingo de Guzmán: remodelar la Iglesia Católica de Santa Cruz de Las Uvas. Entonces el buen capitán le expidió a don Lucas una carta cuyo credencial pocos días después, además del oficio de la asignación de la remodelación, cuando desde Las Damas, dominada por el general Juan Carita, hubo de cruzar por el cantón de Luís “Liquí” Pérez Florián, le sirvió para salvar su circunstancia, y por tanto, su vida, al entrar a Santa Cruz de Las Uvas.

Las ancianas de la tierra prometida eran muy devotas e iban siempre a ver los trabajos de remodelación de la parroquia; y rezaban como de costumbre, y Dios las bendecía en gran manera. Don Lucas Segundo del Prado, como le llamaban a pesar de su juventud, las admiraba, sobre todo su trato sincero, amable y noble, revestido de una gran seriedad; y ellas, a su vez, estimaban en don Lucas ese aire de niño huérfano que ellas amparaban, admiraban en él sus ojos de pequeño can que todo quería saber, y amén su fascinación por las leyendas que ellas le contaban sobre las vidas heroicas de los independentistas y restauradores, ñocos unos y otros vueltos polvo y cenizas... En los ratos de ocio, las oía contar las historias, y su vida de hombre melancólico y de poco hablar, vio desaparecer las sombras del exilio voluntario, y confundió con el amor mismo la mayúscula impresión que le dieron las nuevas tierras.

Junto a las ancianas devotas solían asistir también las muchachas hacendosas, curiosas, buenas mozas. Para ellas don Lucas era como un niño deslumbrado. La nueva Iglesia Católica era toda una casa de madera criolla, techada de palma-cana, buenos bancos, amplia como un arca antidiluviana, y con un largo colgadizo y dos casitas más en el atrio; y el ranchito aquél ya no quedaban ni vestigios. Las muchachas se reían bajando los ojos al suelo, cuando don Lucas las miraba sin malicia; las daba una mirada de coco de agua cuya dulzura infinita acariciaba las sedientas bocas de las muchachas. Era gago. Se comunicaba más bien con la gente mediante sus actos. Era un hombre gestual y siempre con una sonrisa a flor de labios.

Faltaba tan sólo un día para la entrega de la reconstruida Iglesia de Santa Cruz de Las Uvas, cuando ya el ebanista tenía preparada su alforja, dispuesto a retomar el camino de regreso, aconteció lo inesperado; Ana Love vino al templo; era una joven hermosa como una diosa de las colinas, inmaculada, cual diosa madre egipcia, de pies de loto y sonrisa de luna llena junto a la estrella de la mañana, y vino a ver la nueva parroquia. Era la única muchacha de la común que había permanecido en su hogar, haciendo sus quehaceres domésticos, sin deseos de ninguna otra cosa; y el techo de la nueva Iglesia se vino al piso de tablones pulidos, en una visión de amor que los enloqueció.

Era la nueva Iglesia Católica de Santa Cruz de Las Uvas. Recién remodelada, con sus bellas lunetas rojísimas de hojalatas, sus blancas estrellas de madera preciosa y la hermosísima base de todo el santoral, figurando la nacencia del Niño Jesús de Nazaret, estaba magníficamente tallado... Todo, todo se había ido a pique. El sol mismo entró a raudales cuando aconteció aquél golpe de corazón. ¡Dios!. El amor tiene fuerzas superiores a la muerte. ¡Dios!. Nadie, nadie puede separar lo que Dios unió. Madre e hija, como si el Santo Patrón cobrara nueva vida, quedaron inmóviles, apenas se detuvieron ante el santuario único de adoración. Aquella diosa del alma, aquel bocadillo de rey de paz, era el alma gemela que Dios había mostrado en sueños a Lucas Segundo; y al volver la vista para contestar el Buen día, don Lucas, pero éste no pudo devolver siquiera el saludo, pues perdieron la memoria, como si las luces primaverales de otros tiempos de oro primaveral los hubiera retenido a orillas de un mar azul, inmensamente azul y embellecido por la roja luz del sol de la mañanita. Y la visión amorosa los enloqueció, los dejó sin luz en los ojos. Quedaron bajo la fresca sombra de unas barías crecidas hasta las estrellas sin nombre de la noche del alma; tuvieron algunos instantes de ensueños que fueron pura felicidad... Después, en un abrir y cerrar de ojos, aún aturdidos, despertaron.

LAS CENIZAS DE LA TRISTEZA

Por :ABRAHAM MENDEZ VARGAS

¿Cuántos enamorados gloriosos no envidiarían las delicias de una amistad como aquella, tarde tras tarde, después de los trabajos de dos consultorios tan disímiles como el de un médico y el de un abogado litigante?

Y es que en el monitor de los años, cuando la flecha de impulsión de la existencia va borrando el verbo del dolor originario de los sueños incumplidos, igual dan los espacios de negras grafías que los espacios en blancos. Todo ha sido vivido. No habrá saltos a su regreso, sino que, al suprimir los caracteres, seguirá la línea del espejo sin saltar los espacios horizontales en blancos, como si hubiera alguna escritura en ellos. Además, cuando no guardamos ni cancelamos los cambios operados en las niñas de los ojos, y cerramos la carpeta, ésta reabrirá las mismas pasiones de vidrios rotos ensangrentados. Y debemos plasmar otros sueños, como el amor que sustituye otro amor; y así, aunque seamos una misma sustancia verdadera y un símbolo errático, habremos triunfado sobre el no ser. Podemos entonces pedir al ordenador de nuestras fantasías que guarde los cambios que hemos operado sobre este amor equivocado.

Lo que no hemos vivido, como esa media suela de romo que no pusimos a deshora de la noche a las estrellas, etapas de realidades juveniles como canutos de dulces cañas negritas, es tiempo inmóvil que ha transcurrido, sin que hayamos podido poner, como ahora, el pie triunfante sobre el vasto verdor de la alegría, terreno de esperanzas que tenemos que cruzar, después de haber vencido el desierto del alma.

Inolvidable ocasión aquella en que después de toda una tarde libando la sangre de las uvas ligadas con ron, el doctor Lafragua cantó con su voz de niño la novena Sinfonía de Luidwig van Beethoven, la ODA DE LA ALEGRIA , de Friedrich Von Schiller. Cuántas risas y felicidad entonces, como ahora cuando el doctor Armandito José silva la sinfonía nueva vez, así:

¡Alegría, hermosa centella divina,

hija del Elíseo!

Ebrios de fuego, pisamos, ser celestial,

tu santuario.

Tus hechizos traban de nuevo

lo que ha separado con su rigor

el capricho de la costumbre;

todos los hombres se hacen hermanos

donde se posan tus blandas alas.

¡Daos los brazos, multitudes!

¡sea este beso para el mundo todo!

Hermanos...

sobre el tabernáculo de las estrellas

ha de habitar un padre amante.



Aquel que ha alcanzado el gran logro

de ser amigo de un amigo,

el que ha conseguido una esposa amable,

¡que junte aquí su júbilo!

¡Sí... aquel que llama suya siquiera

a su alma en la redondez de la tierra!

El que nunca ha alcanzado esto,

apártese llorando de nuestra alianza.

El que viva en el gran anillo,

¡rinda homenaje a la Concordia !

Ella conduce a las estrellas

donde reina el Desconocido.



Alegría beben los seres todos

en el pecho de la Naturaleza ;

todos, los buenos y los malos,

siguen su rastro de rosas.

Ella nos dio besos y pámpanos

y un amigo probado en la muerte;

placer fue concedido al gusano,

y el querubín está delante de Dios.

¿Os postráis, ¡oh mundo!, al Creador?

¡Buscadlo sobre el tabernáculo de las estrellas!

Sobre las estrellas tiene El, sin duda, su morada.

Algún día como éste, con tan sólo hacer un clip sobre la ventana de tus ojos, la muerte no será más. Guardaremos su cara de Jano. No necesitaremos del fuego eterno ni de las cadenas perpetuas de los macrocosmos para que la madre de todas las desolaciones sucumba por siempre jamás en el hoyo negro del infierno. Bastará hacer clip en el monitor de los sueños, que son el único estado de felicidad posible; el clip de los sentidos es una multicolor mariposa de alas enormes y salvajes, coloreando el alba con su mundo de néctar y aromas...



No quiero reintegrar a la hija del barro luminoso. Porque el verbo es en él, y ella en aquél; y ambos son uno solo. Armandito José no sólo dio fe del amor que absolvieron sus sentidos, sino también de aquel que alimentó las hormigas del paraíso con sus postreras miradas sobre el mundo. Cuando el amor hace clip en la ventana de tus ojos, éstos no son necesarios cuando los sentidos deshojan una rosa extraña y hermosa. Así es la muerte; en ella todo es sombra y dolor, pero el amor prescinde de la noche, cuando nuestros sentidos, en vigilia inconsciente, purifican sus rosas gozando los últimos recodos de luz de la órbita prohibida de Dios.



Creo que Armandito José y Lafragua triunfaron sobre el no ser, aunque no parezca cierto que vivir significa tener aún pendiente morir. Aun cuando la vida es sueño, morir no es sólo dormir en polvo y cenizas. Por eso la magia que la realidad le trasunta a cada instante, algo así como un don divino, viendo más allá de las cosas, es que sus sueños, aunque hagan llorar a las hormigas del valle del Dante, presentan algo que trasciende la fe de sus sentidos. Y morir, entonces, no es sólo morir; ello significa, en todo caso, que no estamos, al igual que antes, precisamente, del todo vivos... o muertos... Sí, le confesó el Dr. Lafragua una tarde de vino de uvas ligado con hielo y ron. Dijo:



De Minerva Novas del Peral –le confesó el Dr. Lafragua una tarde de vino de uvas ligado con hielo y ron --, amo su cuerpo hermoso y perfecto, sus ojos de paloma. Y de Patricia, amo la rectitud de su alma... Ambas completan en mí, sí, una sola mujer... Son mi alma gemela. Sí.



¿Sabían muy bien, entonces, cómo desdoblar el tiempo y el espacio?; antes que un niño asombrado frente al poder terrible del esperpento, tirando limones verdes sobre la colmena o corriendo con el colmenar tras suyo entre los yerbazos de guineas hasta la poza de agua de su salvación con un tallo de hoja de lechosa de luz verde, hallaron desde entonces la mejor manera de hacer feliz su tránsito terrestre, gracias a la ventana de oro del monitor de agua de almendras molidas. Palmira misma, el amor de su vida, sin las rayitas de lápiz de carbón en la línea de la vida en la palma de su mano, es decir, sin la otra cara de la existencia, como Lafragua que fue feliz porque conoció las dos caras de la naturaleza humana, la de la felicidad y la del dolor, no hubiera llegado a ser, sin la ardorosa Luciérnaga Pérez, su verdadera alma gemela, si la tristeza no cae como un manto de sombra sobre un corazón traicionado.



Yo, he ganado lo vivido – le confesaba constantemente el doctor Lafragua a su mejor amigo en Santa Cruz de Las Uvas. -El mundo se estremecía cuando repetía: De Minerva amo su cuerpo hermoso y perfecto; de Patricia, amo la rectitud de su alma.



Y aun hoy el doctor Armandito José ve que aquel muerto cuyo cuerpo crece en la tierra a medida que pasa el tiempo, vive por siempre más allá de los sueños salvadores. Y como en su último diálogo sobre la tierra, hoy sobre los predios de los sueños entre los cocoteros de las estrellas vuelve a despedirse diciendo al doctor Lafragua:



Confieso a los cuatro vientos, y sobre los siete mares, que morir es no ser en el monitor de los sueños de una abeja antivirus programado en el disco duro del nuevo amanecer, aunque no estemos como ahora resaltando con luminosos colores los secretos del libro de la vida... Y es que desde siempre, hermano Lafragua Guerín, sucede que:



Por la manchega llanura

se vuelve a ver la figura

de Don Quijote pasar...

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