30 agosto 2010

Discurso y literariedad en el 

texto autobiográfico. Una problemática.

de Flavio Crescenzi, el El Lunes, 30 de agosto 
de 2010 a las 15:07

“Quiso cantar, cantar
  para olvidar
  su vida verdadera de mentiras
  y recordar
  su mentirosa vida de verdades”.

Octavio Paz

Todo texto autobiográfico comporta, en sí mismo, de algún modo una impostura. Entendemos lo verosímil como aquello verificable, pasible no sólo de ser vinculado al realismo, sino de ser entregado a él para luego desaparecer, también por él, fagocitado. La oposición verosímil-inverosímil muchas veces se confunde con la de realismo-fantasía y es este error el que nos impide disfrutar de una obra literaria por lo que “en realidad” la constituye, es decir, por su literariedad. El lector supone que un relato tiene que ser, ante todo, relato, dejando lo literario en un segundo plano, cuando no totalmente abandonado en el olvido. Teniendo en cuenta estos vicios tan comunes, podemos agregar que siempre que haya literatura en un relato, éste va a alejarse de lo verosímil o real, ya que la realidad, supeditada a la variable tiempo, es de por sí relato, es de por sí historia. La literatura o, más precisamente, la poesía (quintaesencia de cualquier literatura que se precie) está supeditada a la variable espacio, lo que la transforma en un ente atemporal, en una instancia no diegética. El poeta, al saber que no está atado a la dinámica cronológica de la realidad, inventa mundos nuevos, sin más verificación que su discurso. Para la subjetividad poética el texto es su discurso, oralidad diluida en escritura, al margen de toda convención, como lo son la realidad y el tiempo que la rige. Todo texto autobiográfico comporta, en sí mismo, de algún modo una impostura. Si el texto es poético, esa impostura será aun mayor que lo previsto. La literatura es la impugnación de lo real, una verdad no utilitaria, por lo tanto, un artificio subversivo.

La verosimilitud no es otra cosa que un problema discursivo, al menos, en lo tocante a la dicotonomía realismo-fantasía. Un relato fantástico o maravilloso no presenta disrupciones en el plano semántico, no vulnera el lenguaje ordinario, no altera la referencialidad comúnmente asociada a lo real, sólo plantea otras convenciones, se pacta implícitamente la aceptación de ciertas reglas. Admitimos que un dragón incendie una comarca porque nos introducimos en la lógica fantástica del relato que, seguramente, nos invitará a aceptarlas por su coherencia narrativa y su lenguaje siempre atento a una referencialidad irreprochable, por más que ésta se desarrolle dentro del marco de lo fantástico. Distinto es tomar por verosímil un enunciado como:

“No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.
  No duerme nadie.
  Las criaturas de la luna huelen y rondan sus cabañas.
  Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan
  y el que huye con el corazón roto encontrará por las esquinas
  al increíble cocodrilo quieto bajo la tierna protesta de los astros.”

Hegel afirmaba que todo lo que es real es también razonable y que todo lo que es razonable es real, por lo tanto, un discurso construido sobre presupuestos irracionales como el fragmento de Federico García Lorca que acabamos de mostrar, sería por demás inaceptable. Todo induce a creer que lo contrario del realismo no es el género fantástico, sino la poesía. La poesía es una excepción o, mejor aun, un argot capaz de desmantelar la supremacía del lenguaje utilitario. El discurso poético se define, entre otras cosas, por su carácter autotélico, por su mutabilidad semántica dada ya, por definición y por principio, en el tropismo. El nexo entre el yo lírico y la subjetividad autobiográfica estará señalado por el grado de literariedad que el texto autobiográfico proponga, por su poético tratamiento discursivo. Así aparecen los diarios de Cheever o los de Anaïs Nin, piezas estéticas en sí mismas y no tanto chisme declarado.

Ahora bien, existe una forma de autobiografía que busca ceñirse a los datos históricos, ser fidedigna a ciertos hechos como si de un documento científico se tratara. Esa visión positivista, fruto de la evolución de la novela decimonónica (aquella amparada en sus realismos y naturalismos que desechaban todo tratamiento estético que interrumpiera el desarrollo de la acción) fue puesta en crisis por la novela vanguardista. La disnarratividad, la superposición de registros y de géneros, su proyecto totalizador  y su plena apuesta a la subjetividad en oposición a la supuestamente racional objetividad de la novelística anterior, la hizo convertirse en universo autónomo que eludía cualquier correspondencia con el campo de lo real empírico sustituyéndolo por una realidad simbólica. “Hay otros mundos, pero están en éste”, decía Paul Eluard en un gesto de inopinado chamanismo y, al proferir esa sutil revelación, nos indicaba que, tanto el mundo como el discurso que tenemos como único, no son sino el resultado de una convención que rige nuestro horizonte cultural mediante posiciones de claro dogmatismo.

Lejos de lo catártico y confesional, esta “nueva sensibilidad” intentará un formalismo abundante en detalles, morosamente descriptivista y abocado a una nueva psicología imaginaria  donde los estados del alma reemplazan a la narración de las acciones. Hablamos de una “estilización” como deformación de lo real, como desrealización, según términos de Ortega. Esta subjetividad, eminentemente autobiográfica, será víctima, ya en la posmodernidad, de una sistemática banalización que llegará a casos extremos como el de exponer la intimidad a modo de espectáculo, confundiendo así introspección con narcisismo individualista y, de alguna manera, retomando los postulados del siglo XIX. Una especie de literatura de lo privado, de lo íntimo, es lo que hoy por hoy domina, literatura que desconfía de la literariedad y de las búsquedas formales, una literatura de carácter anecdótico y contingente que ha sustituido todo afán de trascendencia. El héroe posmoderno se ha hecho pues entonces contingente y no aspira sino a lograr cierta complicidad con un lector, también superficial, que sólo desea relacionarse empáticamente con el texto que le caiga por azar entre sus manos. Lo gregario es sumisión, pero también lo es el solipsismo.

Todo texto autobiográfico comporta, en sí mismo, de algún modo una impostura. La memoria es falible, engañosa como la moral que la sustenta, reservorio de posibles reinvenciones más que fiel depósito de datos. El escritor no informa simplemente ciertos hechos, los modifica al darle forma escrituraria, los devuelve a esta sospechosa realidad ya transformados, es decir, vestidos de falacia, como nos insinuaban Byron, Wilde y Pessoa en su momento. La realidad, como el lenguaje que da cuenta de ella y la fomenta, carece de propiedades inmutables. Cometemos el error de depositar nuestra esperanza en un momento de la historia, de hacerlo épico, olvidando que el momento es sólo eso y que para hacerlo eternidad, habrá que renovarlo minuto a minuto, hora a hora, calendario a calendario. La eternidad, esa eternidad que busca en la palabra su color definitivo, está hecha tan sólo a base de insistencia.

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